Es inevitable comparar. Específicamente, es inevitable comparar esta nueva versión cinematográfica de Tomb Raider sin hacer un énfasis especial en el juego que se basa, aquel mismo reinicio de 2013 por parte de Crystal Dynamics que dejó atrás la saga de Core Design -en los que se inspiraron las películas de Angelina Jolie- así como la línea Legend. Esto con el fin de aplicarle un toque más realista al personaje de Lara Croft que a las historias en las que se desenvuelve, pues el tema arqueológico sobrenatural prevalecería, pero con unas proporciones menos sexualizadas para la heredera inglesa del linaje Croft.
No es necesario replicar el buen resultado de tal propuesta, pues a Square Enix le bastó para ordenar una secuela y este año se lanzará la tercera entrega, la cual se espera sea nuevamente protagonizada por Camilla Luddington. Esta actriz fue la encargada de darle su perfecto acento británico y movimientos a la nueva y juvenil Lara, para entonces una novata de 21 años recién graduada como arqueóloga. Esa misma versión sería la que Warner Bros Pictures tendría en cuenta cuando inició la producción de Tomb Raider: Las aventuras de Lara Croft, dirigida por el noruego Roar Uthaug, escrita por Evan Daugherty (Divergente, Teenage Mutant Ninja Turtles) y Geneva Robertson-Dworet.
Con dicha fórmula no había lugar para fallar y para asegurarlo escogieron a la ganadora del Premio Óscar, Alicia Vikander (Ex Machina, The Danish Girl), como la nueva Lara Croft en la gran pantalla. No se le puede negar el esfuerzo físico que la actriz sueca impregnó en el papel, con exigentes rutinas de ejercicio y el dedicado entrenamiento de Magnus Lygdback, experto en el campo. Desde un principio la película se interesa por demostrarnos las habilidades atléticas de Lara, sea por medio de artes marciales mixtas, montando bicicleta a niveles extremos urbanos, o corriendo y saltando en un puerto marítimo entre barcos y poleas.
Sin embargo, no se nos deja ver a una estudiante de arqueología o por lo menos interesada en este mundo tal como lo era su difunto y millonario padre Lord Richard Croft. Todo lo contrario, Lara prefiere mantenerse alejada de una carrera universitaria o todo lo que conlleve ser miembro de la familia Croft, aun cuando eso signifique andar corta de dinero y en una constante negación de la muerte de su padre. Hasta que decide emprender la búsqueda del mismo en el último lugar conocido de su ubicación, una isla cercana a Hong Kong llamada Yamatai y donde se dice que reposa la tumba de la reina Himiko, quien era capaz de infundir muerte con un solo toque y fue enterrada viva.
Desde aquellos primeros momentos el filme comienza a separarse notablemente del juego y se notan los contrastes entre sí. Tenemos claro que, al estar basada en una obra de los videojuegos, los autores tienen toda la autonomía para hacer la historia lo suficientemente diferente como para volverla atractiva y no necesariamente repetir los mismos eventos en el mismo orden, pues entonces sería una atadura de manos para el equipo creativo.
Pero lo que hace Tomb Raider: Las aventuras de Lara Croft es olvidar por completo a la novata y temerosa Lara que nos proponía el título de 2013, y aún así emular escenas que tienen lugar en aquel debido al factor de tensión que poseen. Escenas imprescindibles que a su vez estaban inspiradas en un estilo cinematográfico. Como traducir de un lenguaje a otro y volver a traducir al idioma original sin mucho sentido.
Para ejemplo de ello, su revolcado paso por el río y el tormentoso vuelo en paracaídas son solo un par de algunos momentos en el videojuego que se sienten como recortados y pegados a la fuerza en la película. O como si la historia que se nos cuenta desde un inicio de repente recordara que estaba haciendo una adaptación de una trama ya existente y no un recuento del todo libre.
Tampoco es que Lara tenga mucho espacio para brillar y demostrar sus habilidades por sí sola, porque entre aliados, rivales y una gran tumba explorada, hay ocasiones en que no está lejos comparar la cinta con una de Indiana Jones, aunque eso sería un halago exagerado. El personaje creado por Lucas/Kaufman/Spielberg siempre ha sido la piedra angular cuando se habla sobre la concepción de Lara Croft, pero la nueva película de Tomb Raider no disimula un poco al replicar elementos no del todo novedosos, entre acertijos antiguos y trampas mortales.
Lamentablemente eso no se traslada a los villanos de turno ni compañeros de supervivencia, comenzando por el antagonista Mathias Vogel (Walton Goggins), que a pesar de los guiños se aleja todo lo que puede de su contraparte en el juego, no de manera positiva y más bien plana de nulo interés; con un carácter tan voluble que salta de creyente a escéptico sin dolor emocional alguno. La isla Yamatai, que originalmente actúa como un antagonista más en la trama, es absolutamente desaprovechada en Tomb Raider: Las aventuras de Lara Croft y sufre por falta de escenarios, quitándole todo el sentido de aventura del que presume dicho subtítulo.
Lo mismo podría decirse de la tripulación del navío Endurance, donde no hay amigos de Lara a la vista -por lo mismo que ni viaja en expedición académica- y Lu Ren (Daniel Wu) solo es un personaje que no aporta algo significativo. La película se esfuerza por remarcar la relación entre Lara y el recuerdo de su padre intentando cerrar el ciclo familiar, pero es una a la que le falta el sentimiento necesario y que solo se usa de excusa para dejar la supervivencia como un efecto más de la causa.
Para una historia que busca exponer el origen de Lara Croft con la aventura que transformó su vida, no deja de sentirse incompleta y en deuda con su legado.
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