Esa tarde de julio Juan decidió no enviar a la cárcel a una joven embarazada.
Tenía veintitrés y no estaba sola: trabajaba con otros ladrones de su edad para robar teléfonos y computadores portátiles en Campus Party Colombia 2010, una especie de lan party guión conferencia que duró 7 días y a la que asistieron más de 4 mil jóvenes equipados con un promedio de $3 millones de pesos en dispositivos electrónicos cada uno; una tentación difícil de resistir en un país donde la pobreza es la regla general.
«No sé cuándo cogieron mi maletín. Será que son muy buenos para hacer lo que hacen» contestó Juan a un policía curioso en la SIJÍN de Bogotá, un edificio viejo que da a una calle llena de mugre y sin gracia, como tantas en la capital colombiana. En su maletín tenía un computador, una carpeta con información sobre Campus Party, evento que cubría para un periódico regional y una billetera con papeles y sin dinero. Juan siempre guarda los billetes en sus bolsillos o, cuando es especialmente importante conservarlos, en sus medias.
La mayoría de jóvenes que pierden sus equipos en Campus Party no vuelven a verlos, pero la seguridad interna del evento ya tenía dudas sobre los muchachos que intentaron sacar el maletín de Juan por la portería principal. Por eso los detuvieron y les quitaron el morral, que Juan recuperó media hora más tarde tras explicar que en algún momento mientras almorzaba un hombre de veintitantos que hablaba por celular se había acercado a su mesa para pedirle indicaciones y que al terminar descubrió que su maletín había desaparecido.
A partir de ese momento la tarde de Juan empezó a ir realmente mal.
Se dice a menudo que los ladrones juzgan según su condición. Que pasa lo mismo con sus víctimas es un fenómeno menos popular, pero igualmente cierto. Por eso Juan asumió que la muchacha que lloraba cerca suyo rodeada de policías era otra víctima que había tenido menos suerte que él, y cuando cuando la seguridad de Campus Party le pidió que pusiera el denuncio del robo ante las autoridades pensó que se referían a dejar constancia oficial de lo que pasó. Llenar papeles oficiales, volver a contar el cuento. Detestó enterarse de que la muchacha era la que había tratado de sacar su computador del evento. Su tarde ya no giraba en torno a ladrones anónimos. Ahora le pedían que denunciara a una persona puntual; una chica de veintitrés y su bebé aún por nacer.
El sistema de justicia del tercer mundo se encargó de que el resto de la experiencia fuera gris. La ladrona embarazada, Juan y una amiga que almorzó con él y que tenía mejor memoria, caminaron hacia una van de la policía. Antes de subirse un muchacho que afirmaba ser el hermano de la ladrona embarazada se acercó a Juan, le preguntó qué pasaba, y ante su silencio le pidió que no denunciara a la muchacha invocando figuras que la superstición hacía nombrar en momentos de necesidad.
Dentro de la patrulla sentaron a Juan y a su amiga frente a la futura madre que sostenía su barriga de 6 o 7 meses y rogaba para que no la denunciaran entre sollozos mientras los policías bachilleres hacían chistes irrespetuosos. Cuando llegaron a la estación central de la policía descubrieron que el autodenominado hermano de la muchacha los había seguido. Los enormes vitrales de la portería los dejaban ver al muchacho al otro lado de la calle, que les hizo señales de súplica hasta que llegaron dos de sus amigos, acaso los más fornidos. A partir de ese momento el lenguaje visual del muchacho al otro lado de la calle hacía pensar menos en ruegos y más en algo por el estilo de ‘están jodidos se delatan a la nena y por eso es que ahora sonrío tanto’.
Pasó más de una hora antes de que llegara el investigador que podía encargase de su caso: la primera persona educada con la que tuvieron contacto durante el proceso. Juan le preguntó qué posibilidades había de que el denuncio de la muchacha permitiera a otros asistentes al evento recuperar sus aparatos robados. El investigador aclaró que no había ninguna; la muchacha tendría una audiencia pública semanas o meses después de puesta la demanda, le asignarían un abogado, podría negarlo todo. Entonces habría que llamar testigos. El asunto probablemente terminaría con ella en la cárcel.
Juan admitió que estaba mortalmente asustado por el muchacho de afuera de la estación y sus amigos, pero aparte de eso tenía pocos deseos de bautizar a alguien en la ilegalidad. No esa ilegalidad nebulosa de la piratería de juegos, música o películas en Internet; Juan podía firmar el primer registro criminal de esa muchacha: la certificación de que nunca le darían un trabajo decente en un país donde cientos de miles de profesionales están desempleados.
Fue entonces cuando Juan decidió que la cárcel del tercer mundo no educa a nadie. Decidió que como ciudadano colombiano tenía una mayor probabilidad de que esa muchacha no tratara de robarlo de nuevo si nunca ponía un pié en una prisión de Bogotá. Optó por la que era también la opción más cobarde y la evasión más sencilla a su miedo: no denunciar a la chica y volver al evento a tiempo para atender a una rueda de prensa exclusiva para periodistas con Steve Wozniak.
Juan planeaba pedir al ex-fundador de Apple su opinión sobre un artículo muy fuerte de que escribió Tim Wu para la publicación Slate llamado The Apple Two. Pero cuando llegó el momento de las preguntas su mano no se levantó. Se dio cuenta de que en realidad no le importaba el futuro de una compañía extranjera de tecnología. Estaba más preocupado por el futuro probable de su ladrona embarazada. No pasó una noche feliz.
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